jueves, 3 de enero de 2013

El ciempiés y la araña

Juan Gelman y Eleonora Arroyo
Primera edición, 2011


Taller de Comunicación Gráfica/Conaculta


Había una vez un día como cualquier día.

Una araña esperaba sentada al borde del camino más oscuro del bosque.

Se rascaba la cabeza, pensativa.

Al ver que venía el ciempiés, la araña se puso de pie y se le acercó muy respetuosa.

—Señor ciempiés —le dijo— ¿puedo recurrir a su gentileza para hacerle una pregunta? ¿Cómo hace usted para caminar, señor ciempiés? ¿Adelanta primero las cincuenta patas de la derecha y después las cincuenta de la izquierda? ¿O veinte y veinte? ¿O diez y diez? ¿O una y una?

Hay un gran número de primeras impresiones. Algunas vienen por los ojos, otras de oídas pero a veces aparecen de maneras que nos remiten a la niñez. Así conocí El ciempiés y la araña, alguien me lo leyó en voz alta.
Muchos esperamos con ansia la llegada de las ferias del libro, no sólo porque desde hace un par de años ferias como la FILIJ preparan una programación especial para ilustradores, o porque hay una gran variedad de novedades que uno se muere de ganas por tener, sino porque, tal como la navidad para algunos, para otros todas las ferias del libro reunidas en esas fechas de fin de año, son algo así como mágicas.
En uno de los primeros recorridos por la feria, en el stand de Conaculta encontré una nueva colección: Había otra vez. A ella pertenece este libro, cuyo texto es de Juan Gelman con ilustraciones de Eleonora Arroyo. Pero ese día no lo compré, porque cuando lo hojeé y leí yo sola parada en ese stand no ocurrió ninguna magia. No así días más tarde en el taller de la ilustradora Elena Odriozola y del editor Alejandro García, responsable precisamente de esta serie (y también conocido por los Libros del Zorro Rojo).
Para contextualizar el libro, Alejandro nos presentó a Juan Gelman a través de este texto de Eduardo Galeano:

El poeta Juan Gelman escribe alzándose sobre sus propias ruinas, sobre su polvo y su basura. Los militares argentinos, cuyas atrocidades hubieran provocado a Hitler un incurable complejo de inferioridad, le pegaron donde más duele. En 1976, le secuestraron a los hijos. Se los llevaron en lugar de él. A la hija, Nora, la torturaron y la soltaron. Al hijo, Marcelo, y a su compañera, que estaba embarazada, los asesinaron y los desaparecieron. En lugar de él: se llevaron a los hijos porque él no estaba. ¿Cómo se hace para sobrevivir a una tragedia así? Digo: para sobrevivir sin que se te apague el alma. Muchas veces me lo he preguntado, en estos años. Muchas veces me he imaginado esa horrible sensación de vida usurpada, esa pesadilla del padre que siente que está robando al hijo el aire que respira, el padre que en medio de la noche despierta bañado en sudor: ¡Yo no te maté, yo no te maté! Y me he preguntado: ¿Si Dios existe, por qué pasa de largo? ¿No será ateo, Dios? (Eduardo Galeano, El libro de los abrazos)

La gran pregunta que suelta Galeano: “¿Cómo se hace para sobrevivir a una tragedia así sin que se te apague el alma?” parece abrir un nuevo trecho de respuestas (y más preguntas) con este libro, equivocadamente etiquetado como libro para niños (que los libros ilustrados son para todos).
Las ilustraciones de Eleonora Arroyo narran paralelamente microhistorias de los personajes. La técnica sumamente plástica llena de calidez el ambiente del bosque: pintura, estampados, texturas y papeles de colores estructuran el escenario en el que la acción se muestra de manera cinematográfica, con tomas abiertas (ante la pregunta y la larga reflexión), tomas medias (cuando cada quien hace lo suyo: la araña teje con agujas, el ciempiés limpia sus botas), o acercamientos tremendos (cuando el silencio crece y cala). Entonces ya no se distinguen ni siquiera los personajes principales, sino quienes habitan el bosque y también quieren una respuesta. Así todos los lectores somos una libélula, un trío de aves, un grupo de mariposas. El abandono final de las botas es tan contundente como el texto: los zapatos solos no van a caminar. El bosque ha quedado desolado.
Así, cuando el ciempiés intenta responder a la araña, simplemente no lo logra:

Hubo un largo silencio. La araña se fue. Entonces el ciempiés se puso a pensar cómo caminaba. Y no caminó nunca más.

Pues para que el alma no se apague, no se piensa cómo caminar, solo se sigue caminando.

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En medio de la clase mi teléfono sonó. Le había prestado mi celular a Alejandro para leer el fragmento de Galeano. Era mi contador que, inesperadamente tenía el mismo nombre que el papá de Alejandro, y eso lo desconcertó. Denegó la llamada, terminó de leer y me devolvió el aparato. Entonces nos leyó en voz alta el libro. Me quedé releyendo la cita sobre Gelman cuando entró otra llamada. Era mi mamá. Mi abuela acababa de morir en Mazatlán. Eran pasadas las cuatro de la tarde. No había mucho que pudiera hacer, así que entré al baño de La Esmeralda un momento (que coincidió con el receso) y volví a la clase sin saber exactamente qué hacer. A la salida, me compré el libro y me fui caminando y leyendo, leyendo y caminando hasta mi coche.

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