domingo, 22 de marzo de 2009

De cómo los libros favoritos acaban siendo parte de uno

Hay libros que marcan la vida. A veces uno los reconoce desde que empieza a leerlos; otras simplemente nos encontramos regresando a ellos con tanta insistencia que hay que aceptar que ya forman parte de nosotros. ¿Puede la obra de alguien más, palabras escritas por otro, historias que no son las nuestras, ser parte de nosotros?

Primero, el lenguaje humano, único entre todas las especies animales, es en gran medida responsable de que contemos historias, pero también de que existan artistas, científicos, chismes y niños mentirosos. De entre los varios rasgos que lingüistas como Charles Hockett han recogido me interesa enfatizar el de la prevaricación.

Este término, en su sentido primigenio, se refiere a la mentira. Pero mentira en un sentido profundo y sobre todo extenso. La lengua natural o lenguaje humano, entre sus múltiples rasgos que lo vuelven único y diferente respecto de los lenguajes animales, tiene este rasgo sin el cual no sería posible desde engañar a los padres hasta planear el futuro.

La prevaricación vuelve posible hacer historias, aludir a lo que no está justo enfrente de nosotros, generar hipótesis y teorías científicas, filosóficas o sociales. Sin ella, el arte tampoco sería posible. La prevaricación vuelve así viable una conexión entre el interior (la conciencia) y el exterior (los otros).

De hecho, muchas religiones condenan las representaciones de sus dioses, y están prohibidas a fin de evitar la idolatría. William Flusser afirma que “el hombre encuentra su camino en el mundo gracias a esta representación, pero no lo encuentra en ellas sino gracias a ellas. Ahora, en vez de descifrar dichas imágenes, vive en función de ellas y la imaginación deviene una alucinación. Hay pues una lucha constante entre la lectura lineal, entre una conciencia histórica y una mágica”.

En esa paradoja estamos atrapados al tratar de disfrutar el arte en vez de simplemente disfrutarlo. Esa concientización de lo que es artístico, de lo que es bello, de lo que es poético parecería truncar la emoción. Ya como lectores parecería que “la poesía es del cielo cuando se lee y del infierno cuando se trata de explicar”. O mejor aún tal como cita Bartra de voz de Emily Dickinson: “The brain is just the weight of God—/For—Heft them—Pound for Pound—/And they will differ—if they do—As Syllable from Sound—”.

El arte juega con esta inhibición: se vuelve uno dueño de sí, de esa emoción que es primero un impulso, para dotarla de belleza y volver sentimientos y ese interior-exterior comunicable. Así el lector, el intérprete o la voz en tercera persona resultarán siempre fundamentales en los procesos humanos: “El ‘intérprete’, por decirlo así, construye la teoría de que los comportamientos de los módulos son producidos por un ‘yo’: de esta forma se genera la ilusión de que los humanos actúan libremente” (Roger Bartra, Anatomía del cerebro).

Así los libros que marcan nuestras vidas se convierten en parte de nosotros. Muchos de ellos son considerados clásicos quizá por su capacidad de evocar a distintos lectores, de variadas épocas, generaciones y nacionalidades más de una emoción.

Roland Barthes en su libro S/Z distingue entre dos tipos de texto: los legibles y los escribibles. Los primeros se refieren a los clásicos: a ese puñado de temas que condensan de cierta forma todas las posibles historias humanas y temas que luego no podrían sino ser citadas, pero jamás inventadas: he ahí los libros escribibles que se generan a partir siempre de esos clásicos legibles. Baste recordar también los 33 temas que Aristóteles afirmó que existían únicamente para cualquier narración posible en su Retórica.

En La historia interminable de Michael Ende, cuando Bastian ha llegado ya a Fantasia, le es concedido el poder, don (o maldición) de desear (“haz lo que quieras” dice el AURYN). Así, basta que nombre las cosas para que aparezcan o sucedan o, mejor aun, basta que las desee (incluso sin palabras) para que sean. Dice Bartra: “Yo es otro: la conciencia de nuestra identidad individual se extiende y abarca la los otros [...] La conciencia nace del sufrimiento y de la asimilación de ese sufrir mediante el concurso de otros, gracias a que nos confundimos con ellos para afirmar nuestra perecedera identidad. Así perdemos el alma pero ganamos la conciencia” (Anatomía del cerebro).

Bastian conoce al león Graograman, que es la antítesis del Bosque nocturno de Perelín. Le pregunta sobre esa conciencia que tiene al pedir deseos: no comprende cómo, muchas veces, incluso sin poner en palabras lo que quiere conseguir, esto aparece; o cómo, con sólo desear algo, parecería que siempre ha existido y que es una coincidencia su implicación en lo deseado. Hay por un lado conciencia de crear, pero viene acompañada de aquella que le deja ver que las cosas también están allí. Y Graograman le responde que ambos son un poco responsable: tanto las cosas por existir, como él por desearlas.

“¿Hemos perdido el alma?”, se pregunta finalmente Bartra.

En “La biblioteca de Babel”, Borges plantea una serie de axiomas que al final entrañan uno de sus temas favoritos: el infinito y el azar. ¿Qué tan creativo puede ser un artista, un escritor o cualquier ser humano, cuando todo lo que es posible decir está dicho, pero gracias a una formulación matemática que abarca todas las posibles combinaciones de todas las lenguas existentes, existidas y por existir?

¿Podemos ser originales? ¿Y si todo se limitara a un número finito de axiomas según los cuales hay un número (enorme, inconmensurable, pero) finito de combinaciones posibles de grafemas? Entonces todo quedaría en mera casualidad, y las ideas más complejas, los lugares más comunes, los descubrimientos más sorprendentes, nuestros libros favoritos no serían más que el mero azar que los construye, ni menos que los ojos de otro que le dan sentido.

© Abril Castillo

sábado, 21 de marzo de 2009

El Aleph - Borges

"Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Fray Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer en el pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemon Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico, yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplican sin fin, vi caballos de crin arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la delicada osatura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.

"Sentí infinita veneración, infinita lástima."

J. L. Borges, "El aleph", El aleph. Buenos Aires, Emecé, 2006.